EL PINTOR DE AVES
El faro estaba plantado al pie del cantil. Abajo se desmoronaban las olas y se alzaba un cielo raso de espuma y de gaviotas. Un hombre, parecía joven, había instalado su trípode y su caballete hacia la oblicua luz de oro. Miraba por el objetivo y disparaba fotos; parecía demorarse en componer o, simplemente, esperaba que un barco cruzase la lejanía. Y, de modo intermitente, tomaba el pincel y manchaba suavemente el lienzo. Trabajaba con delectación. Con ese placer inefable que no se puede definir con palabras o que, acaso, puede encerrarse en tres sustantivos: lentitud, éxtasis y abandono. Al cabo de una hora o así, recogió sus bártulos y se dirigió hacia el faro. No tenía prisa. Abrió la puerta de la verja y entró.
Creí que era el momento de abordarlo. Me dirigí hacia el edificio, agité la valla varias veces y grité: “¡Señor farero!”. Al final, salió: era joven, más de lo que me había parecido desde una prudente distancia, y me saludó sin entusiasmo. No sabía muy bien qué decirle, e intenté mentir lo menos posible. “Soy escritor, preparo un libro sobre los faros y los fareros, y quería hablar con usted”. Le añadí algunos datos sobre mi trayectoria, le nombré al pintor y escritor del mar Urbano Lugrís, que no le sonaba de nada, y le dije que era coleccionista de libros de faros de todos los países del mundo. Me resultó muy fácil añadir: “Mientras lo miraba pintar y tomar fotos, pensaba en una novela: El pintor de aves de Norman Howard. Sucede en Terranova y se cuenta la historia de un farero y de un artista de pájaros”. El joven no parecía demasiado interesado en charlar conmigo, pero acabó invitándome a entrar. Dimos una pequeña vuelta por los alrededores del faro y me mostró, en la parte posterior que lamía el acantilado, una especie de refugio y observatorio que tenía una mesa, su bicicleta y una gran hamaca. “Aquí pinto por la mañana. Y cuando no hay tormenta me siento a escuchar el latido del mar”. Entramos en el faro y me mostró sus lienzos. Cuadros del mar y de aves. Cuadros del cielo y de barcos. Cuadros de sirenas desdibujadas, peces y oleajes que rompen en los peñascos. Le pregunté por la fotografía y me dijo que era su gran pasión. Más que la pintura, incluso, y que era únicamente un fotógrafo del cielo y del mar. No le interesaba otra cosa. Esas gamas azules, cárdenas, blancas, violetas, el encuentro en el horizonte del mar y del cielo. “Ahora este oficio de farero no tiene ciencia alguna: todo se controla con ordenador. Sé que más temprano que tarde me echarán de aquí. En realidad, soy como un registrador de celajes y de ponientes”.
No llené ni una página de notas. Cuando estaba a punto de irme, vi que en una pared había varias fotos: fotos familiares en Venecia y Praga, fotos de su niñez en paisajes idílicos, fotos a lomos de un caballo, fotos en la playa próxima... Eran fotos de una felicidad antigua. Me fijé en un retrato de mujer. Tanta fue mi curiosidad, y mi desvergüenza, que me dijo: “Margarita vivió aquí conmigo ocho meses, siete días y un último atardecer de vendaval. No soportó la soledad de esta vida y un día me dijo que se marchaba para siempre: se arrojó al vacío. Todos los días le envío una carta al mar con un dibujo, con una foto, con un poema de amor y esperanza. En el fondo, pinto para ella, hago fotos por ella, e intentó convencerme de que algún día regresará”.
Salí. Y volví a pensar en El pintor de aves de Howard Norman, una novela que cuenta la historia de un joven, Fabian, que mata a un farero y que se enamora locamente de una joven hermosa: Margaret. Margarita.
© Antón Castro.
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