El ecólogo americano S.J.
Pyne afirmó que con el fuego el hombre primitivo comenzó a “cocinar” el
planeta. La actual plaga de incendios estivales nos recuerda esta práctica
atávica, propia de sociedades que necesitaban espacios abiertos para cultivos o
eriales a pastos. La pérdida de las selvas prehispánicas supuso la extinción de
especies, como los endemismos tinerfeños de Quercus y Carpinus,
conocidos por el hallazgo de su polen en sedimentos previos a la conquista castellana.
El registro fotográfico del paisaje de antaño es abundante y también el
literario. Para Víctor de la Serna, la España de 1940 mostraba sin cesar
“nombres que flotaban como fantasmas en nuestra Geografía. Robledos sin robles,
hayedos sin hayas, fresnedas sin fresnos, castañares sin castaños, encinares
sin encinas, quejigales sin quejigos. Y tantos pueblos abrasados al sol junto a
su sonoro apellido “del Monte” y donde no se podía cortar una vara para arrear
la cabalgadura”. La ausencia de árboles evitaba que fueran refugio de pájaros
ávidos de trigo o uvas, o que su sombra húmeda y malsana causara pulmonías y
reumas. Este odio al árbol lo recoge Pérez Galdós en Bodas Reales cuando
uno de sus personajes manifiesta que se la entierre en el suelo y sin árboles,
“pues no quería estar a su sombra ni viva ni muerta”.
Este año asistimos
atónitos a sus efectos más perversos por la trágica pérdida de vidas y de
cuantiosos bienes materiales. Aunque su origen sea intencionado o por
negligencia humana, se acude a otras motivaciones para explicarlos, como si la
planta fuera responsable de la sequía o de las altas temperaturas, aunque todos
los veranos sean secos y cálidos, también a los recortes presupuestarios o a
las especies —pinos muy especialmente— si las consideran foráneas. Si las
creencias dominan sobre el saber lo que es un sentimiento puede alcanzar
categoría de verdad absoluta, por lo que no podemos resignarnos a una
inadecuada información sobre lo que fue y es la gestión de los ecosistemas
forestales y hacia dónde vamos respecto al fuego que los asola. Políticos,
expertos, técnicos, periodistas, sindicalistas; cualquiera de nosotros no duda
en dar su personal y sesuda opinión del tema, la más de las veces simplista
pues hoy se prioriza información y brevedad sobre formación.
En la defensa de la
política forestal mantenemos, frente a bosque, la voz monte para los arbolados
que se queman. Aunque reflejan el mismo material (madera deriva del latín materia)
son hijas de distinta madre y tratamiento histórico. La silva latina no
dio el castellano selva, sino que la reemplazó monte; así, el Fuero Juzgo
la empleó para traducir silva al romance del siglo XIII. El uso del
término orográfico se debe a ser al lugar donde la selva halló refugio por ser
poco propicio para el cultivo y el poblamiento humano. Montes con sus laderas
“empinadas” protagonizaron el Libro de la Montería del siglo XIV,
desautorizando el carácter ajeno dado a nuestros pinares. Después, entró
“bosque” del italiano a través del catalán y lo usaron los Austrias españoles
para referirse a los latifundios donde reyes y señores practicaban la caza;
actividad y tipo de propiedad que los libró de la frecuencia con que ardían los
montes.
La inversión en los montes ha sido cada vez menor,
limitada a la extinción de incendios
La
pérdida del arbolado público fue progresiva, siendo la Mesta durante cinco
siglos destacado responsable, al hacer del ganado merino la fuente de riqueza
de unos pocos. La monarquía la dotó de poder para que rebaños y pastores
atravesaran salvos y seguros feudos ajenos; por lo que supeditaron montes y
agricultura a la ganadería trashumante. Actividad festejada cada año
como paradigma del aprovechamiento sostenible, pese a llevar implícito el
incendio forestal al ligar la expresión al latín fumo “humo”. El monte
quemado (humeante) aparece en el Fuero de Navarra al permitir que
los ganados entrasen “trasfumo” para aprovechar las hierbas.
La
gestión tradicional del territorio acabó cuando la industrialización inició el
éxodo rural. Durante la República se creó el Patrimonio Forestal del Estado
para paliar el paro agrícola; pero apenas hizo reforestaciones por falta de
presupuesto, que lo tuvo cuando, tras la Guerra Civil, la población agraria
subió del 46% en 1930 al 51% en 1940. La repoblación forestal fue una forma
exitosa de repartir peonadas que se incrementó con la política de construcción
de embalses durante los Planes de Desarrollo, pues repoblar las cabeceras de
las cuencas evitaba que los pantanos se llenaran de sedimentos. Esta política
se mantuvo en las Autonomías con mayor número de jornaleros hasta que se adoptó
—por “respetuosa” con la naturaleza— la ley de la “no intervención”, asumida
por numerosos gestores. Sin embargo, pese a su fácil diseño y económica
ejecución, ni fija población en el medio rural —ahora desiertos humanos cinco
días a la semana y diez meses al año—, ni genera sistemas naturales. Esta
política no recuperará el orden, la armonía, ni el diseño anterior al manejo
humano. Las centenas de espacios protegidos declarados en las últimas décadas
son paisajes culturales profundamente transformados, con especies extintas y
vegetación modelada por los fuegos para subordinarla a los usos agroganaderos.
La no intervención permitió el trasvase de los presupuestos forestales a otros
menesteres, muchos sin duda más necesarios, pero la mayoría ajenos al mundo
rural. La inversión en los montes ha sido cada vez menor, y su gestión limitada
a la extinción de los incendios.
La
reforestación resucitó localmente especies forestales, básicamente nuestros
pinos por ser árboles adaptados a recuperar suelos esqueléticos. Estos pinares
están hoy abandonados por falta de presupuestos, que se emplearían en jornales,
por lo que serán pasto de las llamas o, en ausencia de gestión selvícola,
tardarán siglos en ser bosques maduros. A las repoblaciones se están añadiendo
nuevos terrenos gracias al abandono de la agricultura marginal. Menos
agricultura y ganadería y más población que construye sus casas en los bosques
o cerca de ellos. Por eso, y pese a la gran experiencia en la extinción,
perderemos todos estos “bosques” —nuevos o antiguos— y se volverán a expandir
los matorrales que, al faltarles la carga ganadera, se embastecerán con rapidez
hasta que un nuevo fuego baje su talla.
A las repoblaciones se están añadiendo nuevos terrenos
gracias al abandono de la agricultura marginal
La
ausencia de gestión forestal es una ruleta rusa que propicia la frecuencia de
los grandes incendios y consecuencias más dramáticas. El ahorro que supone es
muy inferior a las cifras astronómicas de los costes de extinción, de
restauración ecológica y recuperación de daños; además, condena al medio rural
a recibir ayudas de forma puntual y tras un proceso catastrófico. Si queremos
disfrutar de bosques deberemos intervenir en el monte, pero ¿queremos bosques?
Y si la respuesta es positiva ¿para qué los queremos?
Luis Gil es
catedrático de la Universidad Politécnica de Madrid y miembro de la Real
Academia de Ingeniería, Inés González Doncel es catedrática de la
Universidad Politécnica de Madrid.
Fuente: El País.
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