Los pájaros. |
XAVIER FAGEDA
La inversión en líneas de alta
velocidad ha supuesto una ingente movilización de recursos públicos. Si
contamos las líneas ya ejecutadas o en construcción, el coste total supera los
40.000 millones de euros. A eso debemos añadirle que los gastos de
mantenimiento anual estarán por encima de los 400 millones de euros. Son cifras
mareantes, y más teniendo en cuenta que el AVE apenas representa el 1% de la
movilidad de pasajeros en España. No es difícil encontrar otros usos del dinero
público con mayor utilidad social, incluso en el propio modo ferroviario. Las
líneas de cercanías mueven 450 millones de pasajeros al año, mientras que las
líneas de AVE apenas canalizan un tráfico de 25 millones.
En el mejor de los casos, el AVE
puede consolidar procesos económicos ya existentes pero difícilmente creará
dinámicas económicas nuevas. Más que crear tráfico adicional (que es lo que
realmente genera impacto económico sobre el territorio), el AVE desplaza
tráfico de otros modos, especialmente del tren convencional. En este sentido,
el AVE contribuye a la concentración de la actividad económica en las grandes
ciudades por lo que es un factor impulsor de las crecientes disparidades
regionales que se observan en nuestro país. Además, un coste elevado asociado a
una baja demanda lleva inevitablemente a unos precios elevados por lo que
tienden a sacar más provecho de esta infraestructura personas de mayor nivel de
renta. En contraste, las líneas de cercanías y regionales suelen ser más utilizadas
por personas que cuentan con menos recursos y tales líneas tienden a tener peor
servicio una vez el AVE entra en funcionamiento.
Se podría aducir en defensa del
AVE que permitirá corregir uno de los grandes déficits históricos en
infraestructuras; el diferente ancho de vía en España en relación al resto de
Europa. Sin embargo, esto es particularmente relevante para el tráfico de
mercancías, mientras que el diseño de la red ha priorizado el de pasajeros. Un
aspecto clave para salir de la tremenda crisis económica que azota al país es
apoyar a la industria exportadora, y aquí la contribución del AVE va a ser más
bien modesta o incluso negativa en la medida que la degradación del tren
convencional puede aumentar los costes de transporte del sector manufacturero.
Es cierto que el AVE contamina
menos que el coche o el avión, pero puede llegar a contaminar más que el tren
convencional en distancias cortas (y eso sin contar la gran contaminación
generada durante la construcción). Por otro lado, también es cierto que algunas
empresas españolas van a beneficiarse de suculentos contratos de construcción
de nuevas líneas de AVE en otros países pero esto, si acaso, va a reportar
beneficios a unos pocos y no al conjunto de la sociedad.
En suma, la inversión en AVE
exige un impresionante uso de recursos públicos, tiene un impacto económico
limitado y con efectos más bien regresivos. Por tanto, sorprende que sigan
destinándose en torno a dos tercios del total de recursos disponibles para obra
nueva en líneas de AVE. Y más teniendo en cuenta que solo España apuesta de
forma decidida por esta inversión. Tal y como se muestra en el libro de
Albalate & Bel The Economics and Politics of High Speed Rail: Lessons from
Experiences Abroad, la red española casi duplica la de Francia y triplica la de
Alemania, y solo China cuenta con más kilómetros de AVE.
Explicar la obstinación en
mantener la inversión en AVE entra ya en el terreno de lo especulativo. Puede
que políticamente sea difícil negarle a aquellos territorios que aún no cuentan
con líneas de AVE una inversión que en apariencia supone una modernización de
calado. Puede ser también que la presión ejercida por un sector constructor en
dificultades tenga su papel. Pero lo que es seguro es que la inversión en AVE
daña nuestras posibilidades de afrontar con éxito los dos grandes retos
económicos que tenemos pendientes; el desempleo y el déficit público.
Xavier Fageda es profesor de
política económica en la Universidad de Barcelona.
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