© CARMEN PEREZ
Lo cierto es que, el fulano, parecía honrado.
Un tipo seguro y desenvuelto que pisaba fuerte cuando
de niño caminaba, con los cuadernos rubio en la mano, por las
estrechas corredoiras de la aldea en la que creció.
En el pueblo comentaban que de joven tenía
ganas de comerse el mundo y matrimonió, como dicen las abuelas
por aquí, con una chica con tierras y posibles. Fue el punto de
inflexión que le permitió dar un giro a su vida y adquirir una
sonrisa burlona que anticipaba las malas artes que unos años más
tarde le llevarían a convertirse en “El emperador del ladrillo”.
El principio de la larga y exitosa carrera
comenzó en la época del dinero fácil donde los papeles que guardaban
las escrituras de fincas rústicas, viajaban en maletines hasta
convertirse por arte de magia en modernas parcelas volcadas sobre
las rocas o en arenales con vistas a la playa, donde la
firma de un individuo sin escrúpulos cotizaba en algunos momentos más
que un cuadro de Picasso.
Narcisista y prepotente, cada vez más
satisfecho y seguro de sí, disfrutaba hablando de dinero y presumía
ante los parroquianos de que; “algunos concejales comían en su mano”.
¡Pena de grabadora!
Le gustaba aparcar el BMW berlina, frente a
los establecimientos más concurridos del pueblo. Era frecuente ver
cómo aparcaba sin vacilar frente a la panadería dejando el
cochazo valorado en más de 90.000 euros con las luces encendidas,
mientras charlaba en la cola con las vecinas, qué arqueando las cejas
y entre susurros se preguntaban de dónde sacaba tanto para hacer
esos dispendios.
A veces para dejarse notar, olvidaba
intencionadamente las llaves del vehículo en la carnicería o, en la pequeña
droguería del pueblo para qué, si alguno no lo había
notado, apreciase la similitud entre su vehículo y el de los
grandes banqueros.
Su prepotencia y chulería eran la comidilla
de todo el pueblo.
Todo el mundo sabía, conocía e incluso
denunciaba, pero para consternación de los vecinos un manto de
silencio tapaba las palabras pronunciadas por aquellos que sabían
un poco más que los demás.
En el banco, por supuesto, le hacían la ola
cuando llegaba. El director cobraba cuantiosos bonus por
prestar dinero a un individuo que sólo tenía solares como
patrimonio, pero los apartamentos, áticos, trasteros o garajes
aparecían dibujados con la precisión de un delineante ante
aquellos ojos tan ávidos de parné.
Los bancarios, ni valoraban riesgos, ni
pidieron avales . ¡A ganar dinero! Fue el lema de aquél pequeño
y coqueto banco de toda la vida que sustituyó a verdaderos
profesionales, por mindunguis y clones contratados, que bailaban
la samba del billete y eso que el gran Botín dice que los bancos
no son responsables de la crisis a pesar de que buena parte de
los solares que tienen en cartera, han perdido más de la mitad de su
valor.
Estaban todos tan entretenidos adulándose
entre sí; -banqueros, bancarios, promotores, inmobiliarios- y
construyendo castillos en el aire, que no se dieron cuenta de que
navegaban en el Titanic por un océano plagado de grandes icebergs.
A pesar de los avances tecnológicos, de las
miles de comisiones creadas ah hoc, de las voces que clamaban en
el desierto susurrando, que el dinero fácil tenía fecha
de caducidad, el emperador del ladrillo” y sus acólitos, desde
sus atalayas cercanas a la nubes seguían creyendo como el
capitán del Titanic que el barco nunca se hundiría.
Fueron, sin duda para algunos, años de
esplendor; fiestas y banquetes en grandes villas rodeadas de
jardines de diseño, opíparas comidas en restaurantes de tres o
cuatro tenedores, donde se degustaban delicias culinarias y
vinos excelentes que nunca antes habían catado. Viajes en
bussines, islas perdidas en El Índico; todo servía para demostrar el
aprecio que los nuevos ricos del ladrillo tenían por el dinero fácil
y la ostentación vana.
Sin embargo, el barco encalló y entre la
confusión más absoluta y, en lenta desbandada, “el emperador” y demás
ladrilleros se refugiaron entre los muros de sus grandes
mansiones, que por supuesto no están a su nombre, dejando eso sí a miles de ciudadanos e instituciones financieras ahogándose
en la pantanosa ciénaga del ladrillo.
El fulano y sus vástagos, ladrilleros de un
pequeño pueblo de la costa llenaron sus cuentas. Constituyeron un
entramado societario para que, cuando viniesen mal
dadas, sus bienes estuviesen protegidos de jueces valientes o
inquilinos molestos que no se conformaban con hacer reverencias
ante el emperador del ladrillo. Hoy siguen disfrutando desde el
puente de mando de un barco a la deriva, conocedores de que en
el último momento uno de los botes salvavidas les recogerá para
ponerlos en tierra firme y con los bolsillos llenos de billetes.
Ahora resulta que el Fondo de Garantía de depósitos,
que pagamos los contribuyentes, es insuficiente y los
papelitos sólo han servido para pagar cuantiosas indemnizaciones o jubilaciones
millonarias a todos aquellos gurús, que hundieron a las
entidades en una fosa más oscura que la de las Marianas.
Los demás, los que no han practicado la elusión
fiscal, ni tampoco han despilfarrado el dinero que no era suyo, a pesar de los esfuerzos por mantenerse a flote en un
momento determinado, dejaran de luchar y su cuerpo será arrastrado
por la corriente hacía las simas del infierno.
Es una vergüenza que en un país moderno y en
una sociedad del siglo XXI se permita a individuos, que
asaltaron la caja de caudales llenando sus bolsillos o cobrando
cuantiosas indemnizaciones por un trabajo mal hecho, seguir disfrutando de
lo que no es suyo mientras miles de honrados ciudadanos que
siempre cumplieron con sus impuestos acuden a los comedores
sociales para poder confundir el estómago con alguna vianda digna
y a los roperos de las iglesias, para que sus críos calcen unos
zapatos que no tengan las suelas rotas o gastadas.
¿Con qué ánimo afrontan los miles de jóvenes
su futuro cuando ven que sus familias han luchado toda la vida
para darles un futuro digno y lo único que encuentran son
las maletas en la puerta para volar hacía algún país que les
ofrezca la dignidad que aquí les negamos?
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