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domingo, 17 de febrero de 2013

Epicuro y la Felicidad



La afirmación de que todo ser humano busca primordialmente su felicidad por impulso natural era un tópico muy usual en la filosofía helenística. Lo era también la idea de que convenía orientarse en la dirección correcta, a riesgo de equivocar el camino y alejarse del destino. Luego Lucio Anneo Séneca (filósofo romano estoico) diría: “Todos quieren vivir felizmente, hermano, pero al considerar qué es lo que produce una vida feliz caminan sin rumbo claro. Uno se distancia más de la felicidad cuando más empeñadamente se avanza, si es que se da el caso de haber equivocado el camino”.
Aritóteles señala que ser feliz era el fin natural de la existencia humana, y recomendaba (como posteriormente lo haría Séneca) recurrir a la reflexión filosófica para investigar y orientar tan importante cuestión; pues la cuestión resulta harto compleja cuando se intenta definir en qué consiste la felicidad, esa dicha estable que los griegos llamaban eudaimonía, opuesta a los vaivenes de la fortuna.
Mediante la reflexión y la experiencia, mejor o peor educado y en un margen mayor o menor de libertad (libertad física, moral e intelectual), todo ser humano se ve obligado a armar su propio ideal de felicidad; en el espacio de tiempo en el que trascurre su vida. El éxito o el fracaso de dicha gesta se conocerá a partir de la clara percepción de un estado interno de precitada eudaimonía.
Quiero hacer una pausa en el discurso, para recordar que también y principalmente en la filosofía de Oriente la búsqueda del estado interior de paz y plenitud, correspondiente con la eudaimonía griega,  ha sido un tema fundamental. A diferencia de Occidente, en Oriente el camino hacia ese estado implicaba claramente la eliminación del deseo; pues llegado al estado de iluminación espiritual, el hombre no “deseaba ser”, sino que “era”. Un ser “pleno en sí mismo” no desea, pues nada le falta.
Retomando el hilo discursivo, resulta un aspecto evidente de la modernidad la imposición indiscriminada de presiones de diverso tipo, a partir de los conceptos del paradigma de turno, algunos dogmáticos, algunos simplemente irreflexivos; la manipulación turbia de los deseos; sus reclamos de consumo, la moda y los usos y estándares sociales. Es por ello que muy a menudo la ética de origen religioso o filosófico suele representar una liberación, un saber de salvación, una actividad de tipo terapéutico. La filosofía, en particular, constituye en este sentido un camino de retorno hacia una verdad perdida u olvidada, el –utilizando la simbología judeo-critiana- retorno al paraíso perdido, donde el hombre es feliz por naturaleza.
Dice Epicuro: “Vana es la palabra del filósofo que no remedia ningún sufrimiento del hombre. Porque así como no es útil la medicina si no suprime las enfermedades del cuerpo, así tampoco la filosofía si no suprime los sufrimientos del alma”.

La doctrina de Epicuro afirmaba que la felicidad se hallaba en la moderación de los deseos, el rechazo de los temores irracionales, los placeres de una vida retirada y sencilla, y los goces del conocimiento, la memoria y la amistad. Sin embargo, fue difamado por sus detractores y mal entendido por la mayoría desde la antigüedad hasta el presente, en que se considera que “lo epicúreo” está relacionado con el hedonismo, la entrega a los placeres y la concupiscencia. Llegamos entonces a la siguiente paradoja: en términos modernos, Epicuro no es un epicúreo.
Podría afirmarse que tal vez Epicuro fue una de las primeras víctimas de la censura ideológica, al ser considerada una filosofía “incorrecta”, no aceptada por “los correctos”. Tal vez por ello sea que si bien –según afirma Diógenes Laercio- su producción filosófica fue abundante, no quedan más que unos pocos fragmentos y tres cartas a sus amigos.
Epicuro conformó una revolución en su época en cuanto a sus enseñanzas y sus oyentes. En su llamado “Jardín” lo escuchaban mujeres, niños y esclavos, entre otros. Sus prédicas no pasaban por investigaciones científicas o lingüísticas, como en el Liceo aristotélico; ni en forjar reyes-filósofos, como en la Academia platónica. Los encuentros se orientaban a descubrir en qué consistía la felicidad. Para ello, cuerpo y mente debían estar libres de los problemas. Afirmaba que felices resultaban aquellos que huían a vela desplegada de toda clase de educación, porque la educación impartida en ese momento, en lugar de desarrollar la autarquía y la libertad, esclavizaba al generar un atasco mental que forzaba una dirección en la ideología, limitando la capacidad de interpretación del mundo, derivando hacia sus extremos en el fanatismo ciego, la violencia y la injusticia. La libertad será, para Epicuro, la libertad de pensamiento, y por lo tanto no será tan importante decir lo que pensamos, como poder pensar libremente, sin dogmas ni ideologías impuestas, lo que decimos.
No resulta extraño que Epicuro sufriera el rechazo de la sociedad opulenta, la política de consumo y lujo que, en su inmoderación, animalizaba a los seres humanos y provocaba, en la mayoría de ellos, la miseria y el dolor. Dice Epicuro “Siento el gozo de mi cuerpo al alimentarse de pan y agua, y escupo sobre los placeres de la suntuosidad, no por ellos mismo, sino por las trampas que nos tienden”.

Sus expresiones acerca de la libertad de pensamiento, la igualdad y la moderación material, le consiguieron la difamación y el rechazo de quienes detentaban el poder. Esta escena de la historia, a saber, ”la búsqueda de la libertad espiritual e intelectual del hombre y la oposición de la ideología que detenta el poder”, se repitió una y otra vez a lo largo del tiempo. A modo de ejemplo, podemos recordar a los Cátaros, en la Edad Media, comunidad integrada por varias ciudades, quienes vivían en la pureza y la austeridad, y fueron destruidos por la iglesia católica bajo la figura de “cruzada contra la herejía cátara”; los Apostólici, quienes predicaban la vida en la pobreza de acuerdo a la enseñanza de Jesús, también atacados por la iglesia, siendo su líder quemado en la hoguera. Posteriormente podemos citar a Han Huss, cuya prédica también estaba basada en la pobreza, cuyo destino final fue hoguera, y del que surgió el movimiento de los Hussitas, muy fuerte en la región de Praga. Cien años después, aparecerá Calvino, también como reacción a la opulencia católica. No debemos dejar de citar a Pitágoras, quien fue difamado y su escuela incendiada por su negación a aceptar a personas poderosas en la misma; Giordano Bruno –quemado en la hoguera- y Galileo Galilei, quien por muy poco pudo eludir el destino cáustico.

Atreverse a pensar por encima de las limitaciones intelectuales que establece el paradigma de la época es una tarea ardua, cuyo disfrute es tan sutil, que se requiere un esfuerzo importante para reconocerlo. Sin embargo, un masón elije el destino de libertad intelectual, pues una vez que el ser humano ha probado el librepensamiento, le resulta imposible conformarse con menos.


Nicolás, M.·.M.·.
R.·.L.·. Henri Dunant nº 1922
Or.·. de Buenos Aires

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