La afirmación de que todo ser
humano busca primordialmente su felicidad por impulso natural era un tópico muy
usual en la filosofía helenística. Lo era también la idea de que convenía
orientarse en la dirección correcta, a riesgo de equivocar el camino y alejarse
del destino. Luego Lucio Anneo Séneca (filósofo romano estoico) diría: “Todos
quieren vivir felizmente, hermano, pero al considerar qué es lo que produce una
vida feliz caminan sin rumbo claro. Uno se distancia más de la felicidad cuando
más empeñadamente se avanza, si es que se da el caso de haber equivocado el
camino”.
Aritóteles señala que ser
feliz era el fin natural de la existencia humana, y recomendaba (como
posteriormente lo haría Séneca) recurrir a la reflexión filosófica para
investigar y orientar tan importante cuestión; pues la cuestión resulta harto
compleja cuando se intenta definir en qué consiste la felicidad, esa dicha
estable que los griegos llamaban eudaimonía,
opuesta a los vaivenes de la fortuna.
Mediante la reflexión y la
experiencia, mejor o peor educado y en un margen mayor o menor de libertad
(libertad física, moral e intelectual), todo ser humano se ve obligado a armar
su propio ideal de felicidad; en el espacio de tiempo en el que trascurre su
vida. El éxito o el fracaso de dicha gesta se conocerá a partir de la clara
percepción de un estado interno de precitada eudaimonía.
Quiero hacer una pausa en el
discurso, para recordar que también y principalmente en la filosofía de Oriente
la búsqueda del estado interior de paz y plenitud, correspondiente con la eudaimonía griega, ha sido un tema fundamental. A
diferencia de Occidente, en Oriente el camino hacia ese estado implicaba
claramente la eliminación del deseo; pues llegado al estado de iluminación
espiritual, el hombre no “deseaba ser”, sino que “era”. Un ser “pleno en sí
mismo” no desea, pues nada le falta.
Retomando el hilo discursivo,
resulta un aspecto evidente de la modernidad la imposición indiscriminada de
presiones de diverso tipo, a partir de los conceptos del paradigma de turno,
algunos dogmáticos, algunos simplemente irreflexivos; la manipulación turbia de
los deseos; sus reclamos de consumo, la moda y los usos y estándares sociales.
Es por ello que muy a menudo la ética de origen religioso o filosófico suele
representar una liberación, un saber de salvación, una actividad de tipo
terapéutico. La filosofía, en particular, constituye en este sentido un camino
de retorno hacia una verdad perdida u olvidada, el –utilizando la simbología
judeo-critiana- retorno al paraíso perdido, donde el hombre es feliz por
naturaleza.
Dice Epicuro: “Vana es la
palabra del filósofo que no remedia ningún sufrimiento del hombre. Porque así
como no es útil la medicina si no suprime las enfermedades del cuerpo, así
tampoco la filosofía si no suprime los sufrimientos del alma”.
La doctrina de Epicuro
afirmaba que la felicidad se hallaba en la moderación de los deseos, el rechazo
de los temores irracionales, los placeres de una vida retirada y sencilla, y
los goces del conocimiento, la memoria y la amistad. Sin embargo, fue difamado
por sus detractores y mal entendido por la mayoría desde la antigüedad hasta el
presente, en que se considera que “lo epicúreo” está relacionado con el
hedonismo, la entrega a los placeres y la concupiscencia. Llegamos entonces a
la siguiente paradoja: en términos modernos, Epicuro no es un epicúreo.
Podría afirmarse que tal vez
Epicuro fue una de las primeras víctimas de la censura ideológica, al ser
considerada una filosofía “incorrecta”, no aceptada por “los correctos”. Tal
vez por ello sea que si bien –según afirma Diógenes Laercio- su producción
filosófica fue abundante, no quedan más que unos pocos fragmentos y tres cartas
a sus amigos.
Epicuro conformó una
revolución en su época en cuanto a sus enseñanzas y sus oyentes. En su llamado
“Jardín” lo escuchaban mujeres, niños y esclavos, entre otros. Sus prédicas no
pasaban por investigaciones científicas o lingüísticas, como en el Liceo
aristotélico; ni en forjar reyes-filósofos, como en la Academia platónica. Los
encuentros se orientaban a descubrir en qué consistía la felicidad. Para ello,
cuerpo y mente debían estar libres de los problemas. Afirmaba que felices
resultaban aquellos que huían a vela desplegada de toda clase de educación, porque
la educación impartida en ese momento, en lugar de desarrollar la autarquía y
la libertad, esclavizaba al generar un atasco mental que forzaba una dirección
en la ideología, limitando la capacidad de interpretación del mundo, derivando
hacia sus extremos en el fanatismo ciego, la violencia y la injusticia. La
libertad será, para Epicuro, la libertad de pensamiento, y por lo tanto no será
tan importante decir lo que pensamos, como poder pensar libremente, sin dogmas
ni ideologías impuestas, lo que decimos.
No resulta extraño que Epicuro
sufriera el rechazo de la sociedad opulenta, la política de consumo y lujo que,
en su inmoderación, animalizaba a los seres humanos y provocaba, en la mayoría
de ellos, la miseria y el dolor. Dice Epicuro “Siento el gozo de mi cuerpo al
alimentarse de pan y agua, y escupo sobre los placeres de la suntuosidad, no
por ellos mismo, sino por las trampas que nos tienden”.
Sus expresiones acerca de la
libertad de pensamiento, la igualdad y la moderación material, le consiguieron
la difamación y el rechazo de quienes detentaban el poder. Esta escena de la
historia, a saber, ”la búsqueda de la libertad espiritual e intelectual del
hombre y la oposición de la ideología que detenta el poder”, se repitió una y
otra vez a lo largo del tiempo. A modo de ejemplo, podemos recordar a los
Cátaros, en la Edad Media, comunidad integrada por varias ciudades, quienes
vivían en la pureza y la austeridad, y fueron destruidos por la iglesia
católica bajo la figura de “cruzada contra la herejía cátara”; los Apostólici,
quienes predicaban la vida en la pobreza de acuerdo a la enseñanza de Jesús,
también atacados por la iglesia, siendo su líder quemado en la hoguera.
Posteriormente podemos citar a Han Huss, cuya prédica también estaba basada en
la pobreza, cuyo destino final fue hoguera, y del que surgió el movimiento de
los Hussitas, muy fuerte en la región de Praga. Cien años después, aparecerá Calvino,
también como reacción a la opulencia católica. No debemos dejar de citar a
Pitágoras, quien fue difamado y su escuela incendiada por su negación a aceptar
a personas poderosas en la misma; Giordano Bruno –quemado en la hoguera- y
Galileo Galilei, quien por muy poco pudo eludir el destino cáustico.
Atreverse a pensar por encima
de las limitaciones intelectuales que establece el paradigma de la época es una
tarea ardua, cuyo disfrute es tan sutil, que se requiere un esfuerzo importante
para reconocerlo. Sin embargo, un masón elije el destino de libertad
intelectual, pues una vez que el ser humano ha probado el librepensamiento, le
resulta imposible conformarse con menos.
Nicolás, M.·.M.·.
R.·.L.·. Henri Dunant nº 1922
Or.·. de Buenos Aires
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